Este agosto tuvo para mí un sábado excepcional, de aire fresco y transparente. Al salir de casa y tomar hacia el Sur el tramo de la autopista a Coatepec, para ir al aeropuerto por el nuevo Circuito Presidentes, de Xalapa ("circuito" recto, por cierto), el Pico de Orizaba, iluminado por el Sol matutino, inundó el parabrisas de mi pickup con nitidez poco usual aún en los días limpios de la época de "Nortes", que no es ésta. Decidí ir a las faldas del "Pico" en mi biplano Great Lakes, cosa que nunca había hecho. Generalmente prefiero volarlo bajito, a unos cientos de pies del terreno, para disfrutar mejor la maravilla de la cabina abierta, pero esta vez inicié un ascenso prolongado hasta cruzar los diez mil pies de altitud. Era apenas la tercera vez, desde que construí el biplano, que subía tan alto y la anterior fue hace varios años, así que puse especial atención a los instrumentos de motor. Para regular la temperatura de las cabezas de cilindros en un ascenso, sólo cuento con la mezcla, ya que el avión no tiene cowl flaps (bueno... ni ningún otro tipo de flaps), y once galones por hora en el indicador de flujo se requirieron para mantener la aguja en 375 grados Farenheit. En crucero al 65% de potencia, normalmente consume 8.6 galones por hora con la temperatura de cabezas entre 325 y 350 grados. La diferencia es importante porque el único tanque de combustible es de sólo 26 galones. La atmósfera era absolutamente estable, cero turbulencia, y me acerqué al volcán con confianza. La emoción que sentí no podría describirla adecuadamente, pero creo que era una mezcla de profunda paz e inmensa alegría, sazonada con el placer primitivo de la naturaleza y la satisfacción íntima de volar una aeronave en la que absolutamente cada tuerca fue puesta en su lugar por mis dedos. Hasta me pareció que la diminuta tortuguita que en el biplano me acompaña, ingeniosa artesanía mexicana que puse en el tablero, sonreía además de mover rítmicamente la cabecita diciendo sí, sí, sí. Después de varios giros, di la espalda al volcán y crucé sobre Orizaba en descenso. Llegué a Córdoba con 4500 pies y sobrevolé la ciudad en círculos. Pregunté en 122.8 si había algún amigo en el campo para bajar a saludarlo, y el encargado del radio me dijo que nadie había llegado por ahí esa mañana, por lo que enfilé al Este y descendí gradualmente sobre la autopista a Veracruz. El Sol había subido ya lo suficiente para no resultar molesto teniéndolo de frente y cuando encontré la pirámide que está en un recodo del río Atoyac, nuevamente tracé algunos círculos en el aire. A medio camino entre Córdoba y Veracruz viré al Noroeste, directo a Xalapa, cruzando bajito sobre las barrancas por las que la Sierra Madre desagua su verdor en el Golfo de México. Aterricé corto en la pista 26, de frente al Cofre de Perote, mi montaña de todos los días, guardé el Great Lakes en el hangar siete y me dirigí al local de la AMPPA. Algunos pilotos tomaban café y comentaban lo absurdo de una guarnición
que a pocos metros construían dos albañiles, ordenada seguramente
por alguien que ignora el significado de la palabra guarnir. También
a mí me pareció absurda, pero me sentía tan contento
que preferí mirar al cielo mientras bebía mi café y
paladear el recuerdo de una mañana excepcional. |