Por un instante cerré los ojos e infantilmente apreté los párpados, como si mi deseo bastara para que al abrirlos el tiempo se hubiera detenido y pudiese seguir eternamente sonriendo, maravillado ante la belleza imponente que entraba por el parabrisas del Cessna. El día era tan transparente y azul como puede serlo y el Pico de Orizaba, la majestuosa montaña en cuya falda nací, parecía tan cercana que se antojaba sacar la mano y tocarla. Mientras por los audífonos escuchaba el poema de Denver al Sol, me pareció que mi corazón falló un latido cuando llegué al filo del valle y me vi suspendido sobre esa larguísima y profunda cañada que desciende bruscamente desde Puerto del Aire y va ensanchándose hasta desaparecer al llegar a la sierrita de Potrero, en cuya punta está San Juan, que antes se llamaba, muy propiamente, De la Punta y no Cuitláhuac. Esta época de "Nortes", como llamamos a los frentes polares, es la mejor del año para volar. Cuando el viento frío y seco llega, los motores parecen rejuvenecer y la transparencia del aire es como un telescopio. Uno puede ver a gran distancia y yo distinguía con claridad las manchas urbanas: el apéndice que forman los poblados de Río Blanco y Santa Rosa al triángulo equilátero de Orizaba, el triángulo escaleno de Córdoba, las manchitas de San Lorenzo y San Juan, y al fondo, a más de 50 millas y pegado a la sierra oaxaqueña, el espejo moteado de islas de la presa que embalsa a un afluente del Papaloapan cuyo nombre fue motivo de bromas infantiles: un río "Tonto". Sobre Orizaba, la ciudad donde el deshielo del volcán inspiró el chorrito que se hacía grandote y se hacía chiquito, viré unos grados a la izquierda e inicié un descenso suave hacia Xalapa. Antes de Huatusco empezaba un medio nublado y recorté más el motor para meterme bajo él; faltaban 30 millas para llegar, pero el perfil del cerro de Chavarrillo era ya claro y poco después, concentrando la vista donde sabía que debía estar, alcancé a distinguir el aeropuerto El Lencero y llamé a la torre. Esa mañana dominical había despegado de Tehuacán, después de una agradable convivencia el día anterior con Luisa Romero, Lalo Haddad y Felipe Usúa, quienes nos invitaron a practicar aterrizajes a la marca, romper globos con la hélice, saborear los tradicionales platillos de chivo del lugar: "Mole de Cadera" y "Ubres a la plancha", y beber el agua más famosa y refrescante de México. Además de su hospitalidad, les agradezco haberme brindado motivo para volar sobre el verdor exhuberante con que las abundantes lluvias, las mismas que tanto daño causaron en la costa veracruzana, cubrieron la Sierra Madre Oriental. Mientras yo volaba hacia Xalapa, en Tehuacán mi hija Marié realizaba toques y rebotes en el magnífico Cessna 140 de Lalo, Luisa bordaba arabescos en el aire en su brioso Edge 540 y Felipe... bueno, Felipe está recién casado y no necesita avión para volar. A todos los que disfrutan el cielo: Feliz Navidad. |