¿Volar es una ciencia o un arte?

El pasado 20 de enero, Día de la Aviación, tres pilotos privados recibimos, de manos del Secretario de Comunicaciones y Transportes, condecoraciones "Emilio Carranza" por, cito textualmente, "mérito especial por su destacada labor en el medio aeronáutico".

Ni Jorge Cornish, ni Rafael Taboada, ni yo, pronunciamos discurso alguno en el acto de premiación; pero el hecho de que por primera vez en la historia se haya condecorado a pilotos privados, me dejó pensando en lo que, llegado el caso, podría yo haber dicho. Probablemente algo como lo siguiente:

Cuando ingresé a la universidad, cursé una materia que entonces se denominaba "Teoría de la Arquitectura" e impartía el joven arquitecto Francisco Ursúa Cocke, quien empezó la primera clase con la pregunta ¿es la arquitectura una ciencia o un arte? Después de disertar dos horas sobre el tema, concluyó diciendo que "la arquitectura es poesía".

Muchos años después, me encontraba sobrevolando las playas entre Tuxpan y Tampico, cuando alguien me pidió por radio que nos cambiáramos de frecuencia. Accedí y la voz dijo: "Pepe, soy Francisco Ursúa y acabo de aprender a volar".

Me dio mucho gusto escuchar a mi viejo maestro y amigo, y lo primero que se me ocurrió fue preguntarle: "Pancho, ¿volar es una ciencia o un arte?" Siendo el romántico que siempre ha sido, me respondió lo que yo esperaba: "volar es poesía".

Volar ha sido siempre uno de los sueños del ser humano, que imaginó ángeles y aladas deidades mitológicas. En los principios de la aviación, los pilotos eran como dioses nacidos del esfuerzo personal; volar era poesía.

La llegada del hombre a la luna, técnica pura, aunque recibió la mayor publicidad de la historia tuvo poco eco en el ánimo humano. Pero sólo un año después de esa hazaña, Richard Bach logró estremecer a millones con el poético vuelo de una gaviota imaginaria llamada Juan Salvador, que lo hacía todo por su propio esfuerzo.

Volar es poesía, como lo es entelar un ala, pulir una hélice o reparar un motor. Hoy en día, se construyen más aviones en las cocheras de las casas que en todas las fábricas.

México, por su clima, belleza y cercanía a los Estados Unidos y Canadá, donde hay más aeronaves que en el resto del mundo, podría ser destino natural para miles de estos pequeños aviones. El que no lo sea debiera hacernos reflexionar.

Volar es poesía, pero en nuestro país, por años, se ha visto sólo como negocio. La aviación no comercial no ha encontrado estímulos sino obstáculos. Baste citar la absurda destrucción de gran cantidad de pequeñas pistas, que algún día podrían haber salvado mi vida o la de mis amigos, con el pretexto de que pueden ser utilizadas por narcotraficantes. Con este criterio, habría que demoler puentes y carreteras.

Que la condecoración Emilio Carranza se haya otorgado por primera vez a pilotos privados, espero sea el mensaje que anuncia un cambio y no un hecho aislado.

Volar es poesía, pero también es magía, aunque los libros nos hagan creer que el vuelo se rige por las leyes de la física. Todo el que empieza a volar lo sabe, aunque después muchos llegan a olvidarlo.

Stephen Coonts, autor de bestsellers como "Flight of the Intruder" y "Under Siege", vuela un biplano Stearman y dice que en la bitácora de un piloto debieran asentarse los aterrizajes realizados y no las horas voladas. ¿Que diferencia -se pregunta- existe entre un maquinista de ferrocarril y quien cruza el atlántico a cuarenta mil pies siguiendo con el autopiloto un riel invisible?

Volar es poesía y a veces nos lleva por rumbos misteriosos. Para mis hijas, por ejemplo, esta condecoración une dos nombres familiares: el de su padre y el de un lejano tío materno llamado Emilio.

Volar es poesía y en ocasiones inspira poemas. Oscar Wilde, el novelista inglés, decía que lo cursi es un sentimiento no compartido. Quiero concluir con un soneto que escribí tratando de poner en palabras lo que sólo puede sentirse, y espero que no resulte cursi para ustedes:

 

Biplano

A mí me gusta remontar el vuelo,

ser una pieza más de mi aeroplano,

sentir suave el timón bajo mi mano

y fuerte el viento alborotar mi pelo;

 

romper la liga de mis pies al suelo,

trastocar el volumen con el plano,

lo que es colina convertir en llano,

el mar curvar y revolver el cielo.

 

Y me gusta viajar a poca altura,

asurcando el paisaje lentamente.

Volar es un placer, una locura

 

a la que sólo iguala, ciertamente,

aquella que provoca, con ternura,

la piel de una mujer, íntimamente.