Recientemente recibí de Jack Harloe, un sociólogo de 76 años de edad a quien conocí en Oklahoma cuando asistí con mi avión a la convención nacional "Biplane Expo 95"(la crónica de mi viaje apareció aquí mismo y en "América Vuela" bajo el título "4600 Kilómetros de Sol y Lluvia"), vive en California y vuela un biplano de carlinga abierta como el que construí en Xalapa, la carta que a continuación traduzco:
Querido José: Ha sido una fortuna recibir tu carta en un momento en que, emocionalmente, me ha sido de mucha utilidad. Estoy a punto de vender mi biplano Great Lakes (se que te impresionará la noticia) y me siento como quien lleva a un ser amado al hospital sabiendo que será por última vez. No es la primera ocasión que estoy en este trance. Hace quince meses lo puse a la venta en Santa Paula, California, pero se resistió a dejarme y, agradecido, lo recibí de vuelta esperando me perdonara tal deslealtad; lo hizo brindándome el maravilloso viaje a Oklahoma, donde te conocí. Como podrás ver, me he desgarrado entre la alegría del vuelo y la autocrítica por gastar tontamente un dinero que algún día podría ser útil a mis dos hijos y sus familias. Pero la edad y la creciente toma de conciencia de que los gastos del avión han impedido que mi esposa Marion y yo cristalicemos algunos sueños, como un largamente planeado viaje a Grecia, me han hecho reflexionar. El biplano, además, me aparta de otra cosas y no es un entretenimiento que Marion disfrute como yo lo hago. Aunque era de esperarse, fue una sorpresa recibir, hace tres semanas, una llamada de mi agente en Santa Paula diciéndome que tenía un cliente para el biplano que ofrecía más de lo que yo hubiera pedido. Lo pensé por algunos días y hace diez, todavía con sentimientos encontrados, le llevé el avión. Desde entonces he vivido minuto a minuto esperando que algo impida que la venta se realice y el avión vuelva a mí. Por momentos trato de autoconvencerme, diciéndome que hice lo correcto, que estoy ya viejo y es mejor retirarme del vuelo en plenas facultades, agradecido por los maravillosos años que me brindó el biplano, y vivir con buenos recuerdos. La venta no deja de tener su ironía. El comprador tuvo un Great Lakes que destruyó imprudentemente hace unos meses: en un aeropuerto no controlado, cuando se encontraba en "inicial a través de la cabecera", viró bruscamente y llegó diagonalmente a la pista en el momento en que otro biplano se hallaba a punto de aterrizar. Los dos aviones quedaron inservibles, pero ambos pilotos sufrieron sólo heridas menores. Cuando llevé el Great Lakes a Santa Paula, el comprador, un abogado cuyo socio también posee un biplano, estaba esperándome y me pidió realizar un vuelo de prueba. Accedí y le permití despegarlo desde el asiento delantero. Tres millas al este y a 3500 pies sobre el terreno, ejecutó algunas acrobacias: un par de barriles y medio ocho cubano. Dado que no había volado por diez meses, me pareció que no lo hacía mal. De regreso a Santa Paula, nos encontrábamos en "inicial por la izquierda" cuando, que me condene si miento, dijo por el radio "23 foxtrot on short final" y se "clavó" en diagonal hacia la cabecera. Cuando golpeó la pista con fuerza sin estar alineado, decidí intervenir: añadí potencia, enderecé el avión y aterricé razonablemente bien. Ya en tierra, le entregué la llave al agente prohibiéndole que el comprador volviera a tocar el biplano mientras no lo hubiera pagado y el título estuviera a su nombre. Después de esa experiencia, no sólo siento que estoy vendiendo a mi fiel compañero sino traicionándolo, entregándolo al verdugo que le dará muerte. Me consuela pensar que el dinero que recibiré lo usaré para visitar a mis nietos. Mi hijo Bart, que había permanecido soltero por medio siglo, vive en el estado de New York, cerca de la frontera canadiense, donde es bibliotecario de una universidad. Recientemente encontró a una joven maestra de biología que, sin duda aplicando sus conocimientos en la materia, me ha hecho rápidamente abuelo. Kate, de cinco años y Ben, de tres, son dos hermosos chiquitines con quienes disfruto jugar bajo la mesa en los días de lluvia, y al "trenecito" y las "escondidas" cuando el sol nos entibia. Dar largas caminatas por el campus universitario, comprar el diario, beber café mordisqueando un panecillo mientras leo y llevar al correo las cartas, son actividades que disfruto; pero otra parte de mí quisiera andar a 1500 pies sobre el terreno, con 104 millas indicadas en el velocímetro y, si no fuera mucho pedir, alguien agradable en el asiento delantero. Para muchos no es fácil entender por lo que estoy pasando, pero tú, que amorosamente vuelas un biplano, comprenderás que los problemas de peso y balance también se dan en el corazón. Yours for flying, Jack. |